Opinión
Cuando Carlos Salinas de Gortari fue Presidente, desde el comienzo de su gobierno le dijo a sus colaboradores importantes y a sus asesores, que el cambio mundial era de tal magnitud que México debía adaptarse para participar de ese cambio manteniendo autonomía y de esa manera evitar se le impusiera desde afuera.
Después del amago para construir una alianza estratégica con Japón o Alemania, Salinas partió de la realidad geopolítica del país y comenzó, aprovechando los nuevos tiempos de la globalización, la negociación para un tratado de libre comercio con Estados Unidos, convertido en una alianza comercial de América del Norte.
México se ubicó así en la proyección del primer mundo. Fue una acción estratégica audaz, pues en lugar de la asimetría económica con la potencia del Norte, buscaba lograr un beneficio para el desarrollo y la fortaleza económica del país.
Eran los tiempos del consenso de Washington y México se alineó, dejando atrás el tercermundismo echeverrista, para actuar su juego en la interacción con el primer mundo.
En aquel tiempo la izquierda mexicana mantenía una feroz oposición al tratado de libre comercio. Pero ahora la propia presidente Claudia Sheimbaum —proveniente de la izquierda porril del CEU que mantuvo cerrada la UNAM un año en un alarde de activismo sin sentido y del cual la mandataria no ha hecho ninguna autocrítica—, elogia el tratado de libre comercio como un puntal estratégico de nuestro país.
Después de que el gobierno del presidente Ernesto Zedillo fue salvado de la quiebra a raíz de la crisis económica, gracias a un préstamo del gobierno de Estados Unidos, es claro que esto fue posible por dos factores: la existencia del TLC y la garantía de las facturas petroleras.
El descuido en el manejo del desequilibrio existente en la balanza de pagos y la espada de Damocles que significaba el hecho de que los Tesobonos se hubieran cambiado a dólares —como garantía a las corredurías bursátiles después del alzamiento zapatista y el asesinato de Luis Donaldo Colosio— originaron aquella crisis que luego fuera conocida como el efecto Tequila.
Pero México no continuó haciendo bien la tarea. A pesar de que el Tratado de Libre Comercio se convirtió en un puntal de la economía mexicana y logramos un superávit comercial con Estados Unidos, nos portamos como malos vecinos y malos socios.
No nos importó el descuido en nuestras fronteras y se propició, se puede decir que incluso se auspició, la migración ilegal. Ya no eran solo los nuestros sino oleadas de sudamericanos, centroamericanos y caribeños.
Y cuando se quiso enfrentar el narcotráfico con Felipe Calderón se hizo sin estrategia, militarizando el tema y propiciando la expansión criminal con los ejércitos de sicarios dedicados a todo tipo de delitos.
Cuando comenzó la guerra de Calderón había 90 zonas del país bajo control del crimen organizado. Su gobierno dejó 900. Ahora, después del sexenio de López Obrador, el 35 por ciento del territorio mexicano es controlado por los Cárteles y bandas criminales.
En un ensayo publicado hace 15 años en la revista sinaloense Politeia Los mitos de Villalobos y la realidad del narco en México —en colaboración con un experto en el tema de seguridad, quien tenía una gran experiencia práctica, Federico Piña—, planteamos el riesgo de que la mala estrategia calderonista nos instalara en el estado de guerra permanente.
Por desgracia tuvimos razón, ahí estamos de manera fortalecida porque durante el sexenio de López Obrador se quiso contrastar la guerra de Calderón y los descabezamientos de los Cárteles de Enrique Peña —que incentivan la violencia si al mismo tiempo no se destruyen las estructuras criminales—, convertidos en un narco Estado de facto, con complicidades particulares que comprometen al actual gobierno.
Ahora en el gobierno todo es ideología y propaganda. No hay prospectiva ni escenarios de futuro en los ámbitos decisivos como la economía, la política exterior y los rubros sustanciales públicos como la educación, la seguridad y la salud públicas.
Las decisiones de alto nivel parecieran ser bandazos, ocurrencias, reacciones sin estrategia. Lo que importa es maquillar la realidad, salvar el pellejo al gobierno aunque el país se hunda en procesos ominosos sin futuro.
En el gobierno de Vicente Fox —sin tomar en cuenta a nuestro socio comercial los Estados Unidos—, se decidió abrir preferentemente las puertas al comercio de China, no en un esquema de libre comercio, sino con base en una competencia desleal.
Los hijos de la esposa del Presidente Fox tomaron las riendas de un comercio basado en el dumping, la baja calidad y la producción en el sistema Lao Gai de campos de trabajo forzado. Creció así el contrabando al grado de que el puerto de Manzanillo ya tenía letreros en chino cuando comenzó el gobierno de Enrique Peña, que en una primera etapa de su sexenio privilegió asimismo el trato con China lo que modificó después logrando una renegociación positiva del tratado de libre comercio con Estados Unidos.
Sin embargo, la inundación comercial china a México se convirtió también en inversiones las cuales, según Estados Unidos acusa ahora, utilizan el marco del tratado de libre comercio para obtener un provecho indebido.
Así pues, luego de la pasividad del gobierno de López Obrador respecto a los Cárteles —representando no solo un perjuicio al país sino a Estados Unidos—, está la realidad de las ventajas abusivas de China en el aspecto comercial denunciadas por Estados Unidos y, para coronar nuestra imagen de malos socios, se encuentra la política permisiva de la migración ilegal que Estados Unidos denuncia y que Donald Trump busca evitar con una fuerte presión hacia México.
Sé que es difícil reconocer la realidad que señalo. Es más fácil envolverse en la bandera nacional, hacer demagogia y propaganda para las masas y finalmente ceder en todo con el vecino enojado y obtener así, gracias al espíritu de complacencia, el reconocimiento con estrellitas en la frente como amigo personal en el caso del presidente López Obrador o como mujer encantadora en lo que se refiere a nuestra presidente.
Pero a mi parecer algo no cuadra ahora. Y es que a diferencia de su primer periodo, Donald Trump no representa solo un estilo de gobernar, sino una conmoción en la historia contemporánea porque actúa con el propósito de crear un nuevo orden mundial.
Para México la juerga en relación con el narcotráfico, la migración ilegal y China se está acabando. Pero también el acomodo con la globalización y eso significa otros elementos en juego que deben considerarse.
Para entender esto es necesario señalar de dónde venimos y a dónde vamos en relación con el tema del nuevo orden mundial.
El consenso de Washington consistía en que las naciones del mundo debían realizar reformas estructurales para limitar el estatismo, fomentar la economía de mercado y hacer prevalecer el liberalismo actualizado como neoliberalismo.
En un principio la Comisión Trilateral concibió un esquema de liderazgo con Estados Unidos en América, Japón en Asia y la alianza franco-alemana en Europa.
Samuel Huntington, uno de los pensadores del Consejo de Relaciones Exteriores, fundado por David Rockefeller como un brazo de la Comisión Trilateral, teorizó sobre el choque de las civilizaciones, previendo el desplazamiento del conflicto de la Guerra Fría hacia el enfrentamiento entre Occidente y el Islam.
Esto rompe el esquema de la Comisión Trilateral al dar preponderancia a Estados Unidos no solo como potencia económica sino sobre todo militar justificando así el intervencionismo en el Medio Oriente y el mundo árabe.
Sin embargo, el esquema Trilateral fue demolido en realidad en el marco de la propia globalización al emerger el poder financiero como determinante. De esa forma fue Goldman Sachs el banco impulsor de China, lo cual se convirtió en el fenómeno central de la globalización.
La influencia del capital industrial o tecnológico dejó de ser preponderante y los Rotschild se volvieron un eje central en la cultura de la política mundial. Y en esa globalización, George Soros, el especulador financiero asociado a los Rotschild, se convierte en el profeta de la sociedad abierta y del fin de las fronteras. La cultura woke se vuelve dominante en Occidente.
La idea woke que sostiene los antivalores se impone entonces con artificios del lenguaje, superación de la normalidad hombre-mujer, la destrucción de la familia tradicional, la reivindicación de la transexualidad, la abolición de las fronteras políticas y morales, con el imperio del feminismo supremacista, cuotas de género, el aborto y la educación de los niños para romper desde la infancia las identidades (esto propuso nuestra presidente como Jefa de Gobierno con el decreto que firmó autorizando que los niños vayan vestidos como niñas a la escuela).
Los políticos sienten en la mayoría de los casos la obligación de complacer lo woke. Desde la ONU hasta cualquier político aldeano los nuevos dogmas fueron imperativos en Occidente.
Pero una reivindicación de la civilización occidental y de sus valores, influida por el capital industrial manufacturero e ideológico surge en Estados Unidos. Aunque la rebelión ya se daba en Turquía y, sobre todo, en la Hungría de Orban quien expulsa de su país a la organización de George Soros.
En Rusia el gobierno de Putin había pactado con la Iglesia ortodoxa y los valores tradicionales se apoyaron desterrando la disolución nihilista woke en contraste con Occidente.
La reacción conservadora en Estados Unidos en contra de la globalización evitó la postración total de Occidente. Los valores tradicionales dejan de ser vergonzantes y son reivindicados en el campo de la política.
Sin embargo, debe analizarse que una de sus características es el mercantilismo, es decir, la competencia económica, contra el globalismo. Esto junto con el impulso de la tecnología como parte esencial de la dinámica económica, creando un nuevo esquema.
Donald Trump es más que un estilo, más que la idea de un populismo de derecha, es el proyecto de un nuevo orden mundial. En este paradigma, la presencia en el proyecto de Elon Musk, el hombre más rico del mundo, con su carácter de boer tradicionalista, abre un horizonte peculiar: la vanguardia del capital creativo tecnológico junto con la reivindicación de los valores tradicionales.
Esto ha tomado por sorpresa no solo al gobierno de Claudia Sheimbaum sino a toda la clase política mexicana, de la izquierda a la derecha, de Morena al PAN pasando por los restos del PRI, Movimiento Ciudadano y todos los partidos satélites; una clase política caracterizada por la corrupción, la falta de proyecto de Estado y acomodada totalmente a la cultura woke.
Esto nos deja sin conexión con el nuevo orden mundial y se corre el riesgo de la subordinación en lugar de la alianza, de lo pasivo en lugar del impulso propio, de la marginación sin el protagonismo que nos correspondería.
Se habría desperdiciado un tratado de libre comercio con la principal potencia del mundo, hundidos en la falta de ley y de valores, con generaciones a las que se educa en la ideología woke ya trasnochada en este momento, en lugar de prepararlos en el uso de nuestro bello lenguaje, las matemáticas, las artes, la historia y la tecnología; con políticos corruptos, demagogos y sin imaginación, que hablan en jerga de las/los, etcétera, con masas sometidas y conformistas y con criminales dominantes, desorden migratorio —ya le debemos tener aquí a un Cártel venezolano, el Tren de Aragua— y abusos contra las mujeres, los niños y los animales, con destrucción de la naturaleza, con la expansión del caos, la fealdad, la vulgaridad, la injusticia, la vida sin sentido, viviendo el fracaso como sociedad.
Dejamos de aprovechar como debimos la globalización que ya se va y seremos al parecer un país de cuarta en el nuevo orden mundial. Ese es el riesgo. Eso es lo que se debe conjurar.
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